Por Luis Cino Álvarez
La fotografía del cartel promocional de la película es bastante elocuente. Seis freakies, tres muchachas y tres muchachos, recostados a una ruinosa fachada. Una desvencijada ventana remendada con tablas de cajones. Una placa en la pared indica el nombre de la calle: Desamparado. No importa si es Centro Habana. Igual pudiera ser El Cerro, Diez de Octubre o Santiago de Cuba.
Son los protagonistas de Boleto al paraíso, la nueva película del director cubano Gerardo Chijona. Narra la historia de seis jóvenes que a inicios del “período especial” decidieron inocularse el virus del sida para escapar del pan y el agua con azúcar del desayuno, la punzada en la boca del estómago del hambre, de la incomprensión de sus familias, las redadas de la policía, los apagones de diez horas y más, las guaguas que no pasaban, los CDR que repartían tickets para hamburguesas sólo a los revolucionarios, y anunciaban la olla colectiva para cuando llegara la Opción Cero. De todo eso y más querían escapar.
Prefirieron estar tras los muros del sanatorio Los Cocos, donde con la manía oficial de encerrar a los diferentes, encerraban a los enfermos de sida. Allí al menos tendrían la comida y el techo seguros.
Una muchacha infectada les hizo el favor de contagiarlos. No fue un sacrificio. En aquellos años en Cuba, lo único bueno que se podía hacer sin demasiados problemas, en cualquier lugar y con cualquiera, era el sexo.
Chijona se inspiró en testimonios de enfermos que halló en el libro Confesiones a un médico, del doctor Jorge Pérez, que dirigió el sanatorio hasta finales de la década del noventa. “Quisimos representar esa mezcla letal de inexperiencia, ignorancia, inocencia y familias abusivas, el rechazo de la sociedad en una Cuba que en aquellos tiempos difíciles vivió una situación material y espiritual muy compleja”, explicó Chijona en una reciente entrevista.
Lo que no dice Chijona es que los muchachos que se auto inocularon el VIH en aquellos años para que los enviaran a Los Cocos no fueron seis, como en la película, sino varias decenas. Hay quien afirma que fueron más de cien jóvenes de ambos sexos. La mayoría conscientes, otros tan drogados o borrachos que no sabían bien lo que hacían.
Recuerdo que, por aquellos tiempos, la bola que se regó en La Habana de freakies que se dedicaban a pinchar con agujas infectadas con VIH a los asistentes a los conciertos de rock, creó cierto pánico, que duró poco, porque no había muchos conciertos de rock, y circulaban otras bolas, todas terribles.
Conocí personalmente a una muchacha que se inoculó el virus. Se llamaba Dalia y la apodaban La Crazy, porque quedó muy mal de los nervios después que murió su niña de apenas un año. Era trigueña, delgada, linda, con pinta de estrella de heavy metal o de gitana. Solía caer en profundas depresiones, que no lograban atenuar el alcohol y las anfetaminas. Por suerte, siempre andaba con buenas amigas que la auxiliaban, rockeras a rabiar, asiduas del Patio de María y que tenían apodos tan sugerentes como ella: La Pirata, La Iguana y La Cobra.
Dalia presumía de no enamorarse. Podía entregarse “para descargar un rato”, pero reservaba su corazón para Axel Rose o Slash. Finalmente se enamoró de un freakie enfermo de sida, en 1995. Se fue a la cama con él dispuesta a contagiarse. Había encontrado el amor y no tenía nada que perder.
La última vez que me encontré a Dalia La Crazy fue hace más de doce años en un concierto de Extraño Corazón, en la sala Atril. Bailaba sola. Le sentaba la ropa blanca y su pelo, tan negro, corto. Se veía muy bien. Casi como siempre. Me dijo que en Los Cocos no se estaba tan mal, que se entretenía mucho con los perros pastores que cuidaba como parte de su trabajo. No me atreví a averiguar por su novio. Preferí fingir que todo era como antes.
Eso hago ahora. Quiero pensar que vive aún y recordarla, linda como era, especialmente cuando oigo November Rain o veo una película tan triste como Boleto al paraíso.
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La Habana, Cuba
Enero 10, 2011