Por Monseñor Carlos Manuel de Céspedes y García Menocal
El todavía reciente Festival del Nuevo Cine Latinoamericano nos trajo el estreno de Boleto al paraíso, filme esperado de Gerardo Chijona. No sé cómo los críticos cinematográficos suelen calificar este tipo de películas. Porque no es un documental, ni reconstruye al detalle los hechos, como suele hacerse en las películas más o menos fielmente históricas y biográficas. Pero tampoco es un filme totalmente de ficción. Los hechos que dan cimiento al guión son hechos reales, parte de una serie más amplia de hechos análogos. El guión no lo cuenta todo, pero da a conocer esa realidad trágica a quienes no la conocieron. ¡Hace ya tanto tiempo de todo aquello! Más de veinte años. Los conocí bien y de primera mano. Se trata de la historia de aquellos muchachos “de la calle”, que se autocalificaban como frikis. ¿Tiene algún parentesco lingüístico esta palabra con el verbo inglés freak? Aquellos muchachos nunca supieron darme razones de la palabra y de todo su abanico semántico: p.e. la “fricanda”, o sea, la realidad global o comunitaria que ellos integraban.
Vivían literalmente en la calle, durmiendo en donde podían: parques, funerarias, un derrumbe cualquiera. Comían lo que podían. En algunos restaurantes, quienes recogían las sobras de las mesas, las reunían en bolsas de nylon o en simples cartuchos y los muchachos pasaban en las horas convenidas a recoger la pitanza, que a ellos sabía a banquete digno de las Bodas de Camacho. Los puntos más frecuentes de reunión, que entonces conocí, eran el Parque Central, la zona de Coppelia y el Parque del Quijote. Tenían también algunas casas y, sobre todo, iglesias, a las que iban en busca de ayuda de cualquier tipo y de afecto. Entre ellas, la del Santo Ángel, cercana al Parque Central, de la que yo fui párroco de 1980 a 1995. Eran varones y muchachas muy jóvenes y vivían con gran promiscuidad. No conocí entre ellos a ningún habanero. Provenían de pueblos del interior situados entre Sancti Spíritus y Pinar del Río y venían a La Habana como quien va a La Meca. Se habían “escapado” de sus casas por problemas de diverso orden con su familia, no por problemas económicos.
Llegaba un momento en que se les hacía intolerable el género de vida propio de la “fricanda”. Algunos –muy pocos– regresaban a su casa, con su familia. Otros, se iban con lo del “boleto al paraíso”. Era la época de inicio de VIH/SIDA en Cuba y se había fundado el hospital de Los Cocos, en la zona de El Rincón, para mantener en él a quienes se les detectaba el virus, para el que no había entonces un tratamiento eficaz. Allí tenían techo, comida y limpieza. Los primeros que fueron a Los Cocos lo hicieron simplemente porque contrajeron el VIH/SIDA. Los amigos los visitaban y del conocimiento del lugar surgió la opción de inyectarse sangre de algún amigo enfermo y presentarse en algún policlínico de la ciudad después de quince días. Ya entonces, “salía” la enfermedad en los análisis y se les daba ingreso en el hospital. Con lo cual, pensaban ellos, resolvían su problema.
Yo disuadí temporalmente a algunos de adoptar esa forma –entonces–, de suicidio. A la larga, fracasé y todos los que yo creía haber disuadido, terminaron inyectándose sangre enferma. Todos aquellos que acudían a mi parroquia con frecuencia, ya murieron. Amén de que antes de morir, y ya en el hospital, percibieron con toda claridad que tener VIH/SIDA y vivir en el hospital no era un paraíso. Algunos escaparon y murieron “clandestinamente”. Casi siempre en medio de grandes sufrimientos físicos y psíquicos. Todos estos hechos aparecen relatados, casi al pie de la letra, en mi poco conocida novela Érase una vez en La Habana, editada en España y hoy agotada. Me parece que no podría volver sobre ella y si me decidiera a una nueva edición, no la autorizaría sin una profunda revisión.
Quise mucho a esos muchachos. Pocas veces en mi vida he experimentado los niveles de compasión que viví entonces frente a tamaña realidad, que me habría resultado increíble si no la hubiera vivido de muy cerca. Para mí, todo aquello no era simplemente “un problema social”; eran rostros jóvenes, mendigos de comprensión y de cariño, con nombre y apellido.
Había llegado a pensar –solemne estupidez la mía– que todas aquellas historias ya estaban sepultadas en algún rincón muy profundo de mi mundo interior y que habían sido cremadas sin dejar huellas. Asistí al estreno de Boleto al paraíso, sentado junto a Gerardo Chijona y su esposa, a quienes mucho aprecio. Según la película avanzaba, sentía que me iba sepultando en la butaca y que todos aquellos recuerdos evocados y muchos más, relacionados con la “fricanda”, estaban todavía mucho más vivos que lo que yo había imaginado. No pude hacer comentarios cuando encendieron las luces y me fui de la sala de cine casi sin despedirme. Si ahora he trasladado esta historia, de una manera lo más aséptica posible, al marco de una apostilla, ha sido porque muchos no podían creer hoy que ayer, nada más que ayer, aquello hubiera sido así. Me parece que el cariño que tuve a aquellos frikis y el que le tengo a Gerardito Chijona desde que era un adolescente inquieto y promisorio –yo era entonces párroco de su pueblo original, Punta Brava–, me obligan a vencerme y a sentarme a pergeñar este texto, que no pretendo otra cosa que dar fe de los hechos; más que dolorosos, trágicos.
Revista Palabra Nueva
La Habana, Cuba
Enero 8, 2011